Este 2020 siempre será recordado como el año en el que aprendimos que un virus podía cambiar nuestro modo de vida; el año en que interiorizamos el uso de la mascarilla como “nueva normalidad” y, lamentablemente, el año en el que distanciarnos de otras personas y limitar nuestras relaciones sociales se convirtieron en herramientas para frenar la trasmisión de la infección por coronavirus. Esta distancia social obligada para frenar la curva de contagios ha supuesto un aumento de la percepción de soledad en las personas mayores, viéndose privados del contacto con sus familiares y su red social de apoyo.
Según datos del Eustat de 2019, 28.000 personas mayores de 85 años viven en soledad (10,6 % del total) en Euskadi. Este grupo etario está considerado de alto riesgo de mortalidad en caso de infección por el SARS-CoV-2, por lo que se vio severamente afectado por las restricciones de la movilidad establecidas en los meses de marzo, abril y mayo, hecho que ha condicionado un impacto negativo en la salud física y emocional de los mayores con más edad, habiendo puesto en riesgo la cobertura de sus necesidades fisiológicas (acceso a alimentos y su preparación), clínicas (acceso a valoraciones médicas presenciales), funcionales (dificultad para actividad física en el propio domicilio con pérdida funcional secundaria) y psicosociales (afectividad, reconocimiento y autorrealización).
Han sido muchas las personas mayores que han fallecido a consecuencia de la COVID-19, pérdidas sufridas también por su entorno más cercano, condicionando un aumento de la percepción de soledad de aquellos que han visto cómo su red familiar o de apoyo social, se veía diezmada.
Este hecho, unido al miedo por el propio contagio, ha evidenciado la aparición de trastornos por ansiedad y depresión, así como un probable deterioro de las capacidades cognitivas, máxime cuando ya existe un diagnóstico de enfermedad neurodegenerativa (demencia).
Cada vez estamos más cerca de recuperar nuestra vida previa, pero mientras llega, debemos vivir seguros (distancia, mascarilla y lavado de manos), sin olvidar que el aislamiento puede tener impacto en nuestra salud, un reconocimiento precoz posibilitará un abordaje rápido, que redundará en una mejor calidad de vida futura.
¿Qué efectos tiene la percepción de soledad en nuestra salud?
- Aumenta la posibilidad de sufrir accidentes vasculares.
- Aumento de la presión arterial.
- Aumenta el estrés y la inflamación, con efectos negativos en la función inmunitaria.
- Peor estado nutricional (desnutrición y obesidad).
- Potencia la reducción de la actividad física y la capacidad funcional.
- Insomnio de conciliación y sueño fragmentado.
- Síntomas depresivos.
- Peor rendimiento cognitivo y riesgo de desarrollo de la enfermedad de Alzheimer.
- Aumenta el riesgo de institucionalización.
- Aumenta la mortalidad multifactorial.
- Peor calidad de vida.
¿Cómo podemos mitigar el aislamiento y minimizar sus efectos negativos?
- Preguntar a la persona mayor que vive sola sobre sus necesidades y posibilitar la cobertura de todas ellas (acceso a alimentos, fármacos, asistencia en actividades de la vida diaria…).
- Compartir emociones y preocupaciones sobre la situación actual para minimizar el miedo y la ansiedad por la sobreinformación recibida a través de los medios de comunicación.
- Establecer métodos alternativos de comunicación con familiares y amigos, preferible videollamadas siempre que la persona presente capacidad para el manejo de tecnologías.
- Adhesión a programas de voluntariado que buscan mitigar el efecto de la soledad percibida ("Nagusi Kafegunean", Adinkide, Cáritas, Cruz Roja…).
- Fomentar la realización de actividad física. Pueden favorecerse actividades físicas compartidas a través de videollamadas.
- Considerar la adopción de una mascota (si existe capacidad económica, cognitiva y funcional para su cuidado).
Dra. Naiara Fernández
Médico geriatra en IMQ Igurco Orue